Hoy manejando camino al consultorio me enteré de la muerte de Diego Maradona. Lo escuché a través del llanto desconsolado de un periodista argentino bastante mayor llamado Horacio Pagani. Su llanto desabrigado me provocó una profunda tristeza. También me puse a lagrimear, el llanto infantil de un hombre grande contagia.
Maradona no fue uno de mis ídolos de la adolescencia, si bien lo admiré profundamente como jugador de futbol. Él como nadie más pudo hacernos creer que una sola persona puede ganar un partido e incluso una copa mundial. Un solo hombre contra todos.
Verlo doblegar a la selección inglesa por partida doble, el primer gol con una mano bandida y el otro con una jugada digna de ser retratada por un artista plástico (Maradoniana), van a ser de las imágenes más recordadas por mí. Esos goles me hicieron ver el mundo más humano. Algo de lo mágico se coló por mi vida y homologué una victoria en una cancha de futbol a empardar una derrota en una guerra injusta, cruel y absurda como fueron las Malvinas. Por lo menos por un momento. Esos son algunos de los regalos que nos hace el futbol, nos hace sentirnos diferentes.