El “Tradewind” Hotel de Suva, Fiji, queda a la vuelta del paraíso.

El inmenso lobby no posee paredes que lo separen del mar turquesa. El agua acaricia sus paredes porque no hay olas que las golpeen. Estas rompen a dos kilómetros de distancia contra los arrecifes de coral.

Esa noche un grupo de música cantaba “You are so vein” y solo quedaban dos delegaciones que habían participado del Seven de Fiji de 1994: los All Blacks y los uruguayos de Old Boys.

El contraste era notorio. Los neozelandeses, cerveza en mano, escuchaban la música mientras conversaban entre ellos.

Nosotros, los sudamericanos, rodeábamos la mesa de “truco” festeando a los gritos cada jugada.

Eric Rush dejó su lugar y se acercó a nosotros preguntando sobre ese juego en el que la gente gritaba, mentía, hacía morisquetas y todos festejaban.

ERIC RUSH

Cuando empecé la casi imposible tarea de explicarle las características del juego de naipes que Borges bautizó como “astucia al cuadrado”, llegó Waisale Serevi.

WAISALE SEREVI

“Rush, Pedro, quiero que conozcan a mi familia” nos dijo.

Dejamos a mis compañeros con sus gritos de “flor” y “vale cuatro” y lo seguimos a Waisale.

Esa noche, con los dos mejores jugadores de Seven de la historia, fue una de las experiencias más gratas que me ha tocado vivir.

Waisale Tikomoisele Serevi y Eric James Rush, son a Seven, lo que Pelé y Maradona al fútbol.

Uno y otro representan formas de juego y de vida distintas.

Rush es heredero de los guerreros maoríes e integrante de los míticos All Blacks. Su rugby como su historia es potencia, predisposición a la lucha, inteligencia, técnica y visión de la cancha.

Serevi representa a los habitantes de las islas, hospitalarios y amistosos, que no dejan de saludar al visitante. Su rugby es igual a su forma de vida: alegre, vivo, dotado de una gran riqueza técnica.

Hasta esa noche en Suva, siempre me había parecido que la relación entre ellos había sido distante. No se llamaban por sus nombres sino por sus apellidos.

El gesto de Serevi de invitar a Rush a su casa a conocer a su familia tuvo un significado mayor que lo que parecía al principio.

Por casualidad participé de ese momento.

En el pequeño automóvil japonés de Waisale recorrimos las empinadas calles de Suva. Nos detuvimos en el barrio donde había nacido y se había criado. Nos mostró la cancha donde había jugado su primer partido y nos llevó a la casa de sus amigos y parientes.

Las casas de dos ambientes con un pequeño patio al frente, eran pequeñas.

Al entrar nos tuvimos que sacar los zapatos. Unas diez o doce personas nos esperaban sentadas, con las piernas cruzadas, alrededor de una vasija de madera llena de un líquido color café.

Los imitamos y el más viejo de los presentes se levantó y pronunció un largo discurso de bienvenida. Cuando terminó todos aplaudieron dos veces, el anciano introdujo un pequeño cono en la vasija y se lo dio de tomar a Rush. Este lo bebió de un sorbo y todos volvieron a aplaudir.

El anciano volvió a llenar el cono y me lo pasó. No dudé. De un sorbo lo tomé y todos aplaudieron. Siguió con el resto de los presentes en lo que me pareció algo similar a una rueda “oriental” de mate.

“¿Qué es esto que tomamos?” le pregunté a Rush al oído.

“Cava, una bebida que se obtiene de la raíz de un árbol que crece en las montañas. Después de un rato se te adormece la lengua” me contestó.

Al salir, un grupo de niños y mujeres esperaban a Eric y Waisale. Los primeros le pedían su autógrafo a Rush y las segundas, en forma tímida,  le preguntaban si era casado. Entre risas, el neozelandés contestaba que sí.

De ahí marchamos a tres casas más: la de un tío, la de los padres y la propia de Serevi. En cada una de ellas la ceremonia del Cava se reiteró.

Recién al llegar a la casa de Waisale me di cuenta de algo. Era la única en la que había sillas.

En todas las otras nos habíamos sentado en el piso y conversado con las piernas cruzadas.

Bebiendo Cava, bajo las estrellas, en esa cálida noche del Pacífico, no pude evitar la comparación con la sociedad de consumo en que vivía. Ahí no había televisión, computadora, aire acondicionado ni sillas. Pero ¡que felices eran!

Al finalizar la jornada, ya un poco mareado de Cava y emoción, un detalle me llamó la atención. Serevi llamaba al neozelandés “Eric” y no “Rush” como al comienzo.

Este por su parte se refería al fijiano como “Wais” diminutivo de Waisale.

Los dos más grandes de la historia habían roto el hielo que los separaba.

La vida me había permitido ser testigo de ese momento ⬛

Revista Oficial
-

Desarrolo web CreaWeb